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miércoles, 28 de marzo de 2007

¡Hay que decir HIJO DE PUTA más! Cervantes dixit

Capítulo XIII. Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque, con el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos... y donde se explica la adecuación y propiedad del témino "hijo de puta"
–Real y verdaderamente –respondió el del Bosque–, señor escudero, que tengo propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros, y retirarme a mi aldea, y criar mis h[i]jitos, que tengo tres como tres orientales perlas.
–Dos tengo yo –dijo Sancho–, que se pueden presentar al Papa en persona, especialmente una muchacha a quien crío para condesa, si Dios fuere servido, aunque a pesar de su madre.
–Y ¿qué edad tiene esa señora que se cría para condesa? –preguntó el del Bosque.
–Quince años, dos más a menos –respondió Sancho–, pero es tan grande como una lanza, y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza de un ganapán.
–Partes son ésas –respondió el del Bosque– no sólo para ser condesa, sino para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe de tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
–Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que, para haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesía, no me parecen muy concertadas esas palabras.
–¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced –replicó el del Bosque– de achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: "¡Oh hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!?" Y aquello que parece vituperio, en aquel término, es alabanza notable; y renegad vos, señor, de los hijos o hijas que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
–Sí reniego –respondió Sancho–, y dese modo y por esa misma razón podía echar vuestra merced a mí y hijos y a mi mujer toda una putería encima, porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes alabanzas, y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien ducados que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas, y vivo como un príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé que tiene más de loco que de caballero.
–Por eso –respondió el del Bosque– dicen que la codicia rompe el saco; y si va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de aquellos que dicen: "Cuidados ajenos matan al asno"; pues, porque cobre otro caballero el juicio que ha perdido, se hace el loco, y anda buscando lo que no sé si después de hallado le ha de salir a los hocicos.
–Y ¿es enamorado, por dicha?
–Sí –dijo el del Bosque–: de una tal Casildea de Vandalia, la más cruda y la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero no cojea del pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las entrañas, y ello dirá antes de muchas horas.
–No hay camino tan llano –replicó Sancho– que no tenga algún tropezón o barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los trabajos suele servir de alivio en ellos, con vuestra merced podré consolarme, pues sirve a otro amo tan tonto como el mío.
–Tonto, pero valiente –respondió el del Bosque–, y más bellaco que tonto y que valiente.
–Eso no es el mío –respondió Sancho–: digo, que no tiene nada de bellaco; antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día; y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga.
–Con todo eso, hermano y señor –dijo el del Bosque–, si el ciego guía al ciego, ambos van a peligro de caer en el hoyo. Mejor es retirarnos con buen compás de pies, y volvernos a nuestras querencias; que los que buscan aventuras no siempre las hallan buenas.
Escupía Sancho a menudo, al parecer, un cierto género de saliva pegajosa y algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero, dijo:
–Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas; pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo, que es tal como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y una empanada de media vara; y no es encarecimiento, porque era de un conejo albar, tan grande que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
–Y ¿esto trae vuestra merced consigo, señor?
–Pues, ¿qué se pensaba? –respondió el otro–. ¿Soy yo por ventura algún escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta. Y dijo:
–Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo, a lo menos; y no como yo, mezquino y malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso, tan duro que pueden descalabrar con ello a un gigante, a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas secas y con las yerbas del campo.
–Por mi fe, hermano –replicó el del Bosque–, que yo no tengo hecho el estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
Y, diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y, en acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y, dando un gran suspiro, dijo:
–¡Oh hideputa bellaco, y cómo es católico!
–¿Veis ahí –dijo el del Bosque, en oyendo el hideputa de Sancho–, cómo habéis alabado este vino llamándole hideputa?
–Digo –respondió Sancho–, que confieso que conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?

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